No sé si donde vivís vosotros pasará igual, pero en Madrid, las sirenas de las ambulancias se oyen constantemente. Puede que tal vez os haya pasado desapercibido. Y puede que hace unos años, a mí también. Pero ya no. Y os explico por qué:
Una noche, a las 4 de la madrugada, mi madre me llamó por teléfono: «tu padre está muy mal. Ven rápido». No entendía nada, porque por la tarde habíamos estado tomando algo en una terraza y estaba bien. Pero no lo pensé. No soy de correr. Nunca corro. Pero aquella noche estoy segura de que batí el récord mundial de velocidad en 500 metros lisos. No he vuelto a correr desde entonces. Al llegar al portal de mis padres, había una ambulancia con sus luces parpadeando escandalosamente, mal aparcada encima de la acera. Abrí nerviosa y torpe con mi llave y seguí corriendo por las escaleras para no esperar el ascensor. La puerta de la casa abierta.
Con miedo y sin respiración, atravieso el recibidor, la cocina y en el comedor veo a mi madre llorando. Se me abraza. Solo dice una y otra vez: «se levantó y se desplomó». Busco a mi padre con la mirada, dirigiéndola hacia el dormitorio. Lo que alcanzo a ver son unos sanitarios agachados en el suelo. Suelto a mi madre y llego a la puerta del dormitorio. Ahí está mi padre, en el suelo. Un sanitario le bombea aire a través de una mascarilla y otro le hace presiones rítmicas en el pecho.
No. No es como en las películas. El cuerpo de mi padre se mueve de tal manera con cada presión, que da miedo. Se van turnando. Mi padre no responde. A los 15 minutos, yo solo pienso que se quede donde esté, que ya no vuelva… porque temo que si vuelve ya no sería mi padre y él finalmente se moriría de pena y lentamente.
Pasados 30 minutos, abrazo a mi madre y le susurro: «papá ya no está, mamá, ya se ha ido». Estuvieron intentando reanimarle los 45 minutos más largos y espantosos de mi vida. Y entonces pararon. Le acostaron en la cama.
Aquí ya no puedo ser clara con lo que sucedió. No lo recuerdo bien. Sé que nos dijeron algo, que hubo que ir a por un certificado a una farmacia de guardia, que tuve que buscar el seguro y llamar, que vinieron dos señores del seguro, que tuve que elegir un ataúd para mi padre y un mensaje en la corona de flores y que llamé a mis tíos para decirles lo que había pasado. Sé que hice todo eso. Porque lo hice. Porque no podía dejar que mi madre tuviera que cargar con nada más en ese momento.
Pero no recuerdo qué dije ni cómo sucedió. Solo recuerdo que cuando todo el mundo se marchó y nos quedamos esperando a que vinieran de la funeraria para llevarse el cuerpo de mi padre, me acosté en la cama junto a él, le abracé y, tras sorprenderme por lo frío que estaba… rompí a llorar. Y no hubo forma de que me apartaran de él. No iba a dejarle solo.
Llegaron de la funeraria y, creo que fue mi tío con ayuda de un hombre de la funeraria, que consiguió que soltara a mi padre y me llevó en brazos al salón. Ya no recuerdo mucho más de aquél día. Desde entonces, casi ya 3 años, cada vez que veo las luces de una ambulancia o escucho su sirena a lo lejos, se me estremece todo el cuerpo y solo me viene un pensamiento: «seas quien seas el que va dentro, te deseo mucha suerte y que salgas de esta».
De unos meses para acá me doy cuenta de que eso me pasa varias veces al día. Demasiadas. Y solo deseo que las sirenas de la ambulancias cesen. Que callen. Que no tengan necesidad de gritar por la ciudad. Sé que es un deseo infantil, pero no tengo nada que recriminarle a la niña que llevo dentro.