– No estés enfadada conmigo, Nazaria. Háblame aunque sea un poco.- Dijo el pastor, cuando dejó de tocar la bandurria desde el otro lado de la verja, donde estaba de pie Nazaria, escuchándole.
Llevaban un año enfadados. Ella tenía 13 años y él 15. Un año enfadados, sin hablarse, aunque ninguno supo nunca explicarme el porqué. Tan grave no sería, cuando no lo recordaban.
Un año de enfado, en el que Félix, el joven pastor, pasaba todos los días por delante de la verja de la casa de Nazaria, aunque no era el camino más corto para ir a por las ovejas para llevarlas al monte. Un año de enfado y silencio en el que, todos los días, la guapa y buena estudiante Natalia, salía a la verja de su casa, a la misma hora. Un año de miradas y silencios.
Hasta aquél día, en el que Félix llevó su bandurria y, sin decir nada más, con Nazaria de pie al otro lado de la verja, que le miraba haciendo como que no le miraba, tocó su bandurria para ella. ¡Y qué bien tocaba Félix la bandurria! ¡Cómo no le iba a hablar Nazaria, si estaba loquita por él!
Y así fue como Félix y Nazaria superaron su primer y único enfado.
El pastor, que no sabía leer porque no había podido ir al colegio, le prometió, tiempo después, que si le quería y le aceptaba, cuidaría de ella y de los hijos que vinieran y que, mientras él tuviera manos para trabajar, nunca les faltaría nada.
Nazaria iba al colegio. Era una niña muy lista, le gustaba estudiar y fue la elegida de la clase para recitarle una oración a un obispo que visitó el pueblo una vez. Todo un orgullo para sus padres y su profesor.
Y como Nazaria era muy lista, aceptó a Félix. Sabía que Félix cumpliría su promesa y que tenía un corazón bueno que hacía palpitar el suyo más rápido de lo normal. Nunca más se enfadaron.
Recuerdo que me contaban esta historia entre los dos, sentados el uno junto al otro en el salón de su piso de Madrid, cogidos de las manos, entre risas y arrumacos. Félix tenía entonces 88 años y Nazaria 86 y tenían también una casita que pudieron comprar en el pueblo que les vio nacer.
Félix cumplió su promesa más allá de lo imaginable. De pastor de un pueblo de la Sierra de Madrid que aprendió a leer con un ejemplar del Quijote en el monte, rodeado de ovejas, a ser empresario y dejar modestos negocios a sus hijos, con los que pudieron ellos ganarse la vida después. Ni siquiera una Guerra consiguió alejar a Félix de su familia y que incumpliera su promesa. «Mi patria es mi mujer y mis hijos», decía él incansablemente, no con orgullo, simplemente convencido… Pero esa es otra historia.
Félix y Nazaria fueron y serán siempre mis abuelos maternos, a los que echo mucho de menos y los que me hicieron soñar con envejecer y entrelazar mi mano arrugada con la de otra persona, mientras los dos contamos historias de cómo nos enfadamos y cómo nos quisimos.