Siempre tenía las manos calientes. Siempre. Una manos trabajadas, de dedos regordetes y piel tostada por el sol. Unas manos de trabajador incansable, que te regalaban una caricia en cuanto te tenían cerca.
Me recuerdo siendo una niña, con 4 o 5 añitos, corriendo desde el umbral de la puerta de su casa hacia el salón, en busca de sus manos.
– ¡Ay mi niña! ¡Pero qué carita más fría traes! Ven que te caliento.
Y me llenaba la cara con sus manos, esas manos cálidas que te calentaban hasta el alma. Luego recogía mis pequeñas manitas entre las suyas.
– ¡Trae esas manitas! ¡Que te las caliente el abuelo!
Y con mis deditos enredados entre los suyos, me contaba historias. Historias de cómo aprendió a leer con un ejemplar de El Quijote, mientras pastoreaba con un amigo. Y de las risas que se gastaban, al saber que el gigante era un molino.
Y así crecí. Con el calor de sus manos y de sus historias. Una vida contada de memoria, sentada en su regazo.
Un día, al traspasar la puerta y llegar al salón, fui como siempre al regazo de mi abuelo. Y cogí sus manos entre las mías. Aquellas manos regordetas, fuertes pero suaves, tostadas por el sol… habían dejado paso a unas manos finas, con dedos puntiagudos y una piel que dejaba ver las violetas venas que las atravesaban.
– ¡Uy, qué manitas más frías tienes, abuelo! ¡Déjame que te las caliente!
Y él sonreía mientras enredábamos nuestros dedos. Yo le contaba mis historias, de cómo había sacado mi primera matrícula de honor en la carrera y el castigo que me daba el chico con el que salía. Y él sonreía.
Pero ya no contaba historias. Ya no le quedaban palabras, quizá las había gastado todas. Así que yo le daba las mías. El calor había abandonado sus manos. Y poco a poco fue abandonando su cuerpo.
Pude despedirme, horas antes de que su cuerpo se enfriara para siempre y del todo. Ya no sonreía. Pero se le cayó una lágrima aquella mañana al verme junto a su lecho.
– No llores, abuelo. No tengas miedo. Ahora ya te toca descansar. Y tu nieto Juan te está esperando al otro lado para que le cuentes tus historias. Él también te necesita.
Y sonrió. Mi corazón se quebró para siempre pero él sonrío. Y ahora me toca a mí contar sus historias porque no merecen caer en el olvido. Ahora me toca a mí hacer memoria de su memoria, porque yo tuve la suerte de tener un abuelo maravilloso, que me habló de las penurias de la guerra y de la maldad y la bondad de las personas.
Gracias abuelo.